Por: Juan Moreno.

Calumnia publicada alguna vez en la Revista Viernes de El Colombiano.

Los genios del mercadeo moderno tienen que revaluar todas sus teorías pirotécnicas en cuanto a conocimiento del cliente, hábitos de consumo y todos esos estudios estadísticos, peripatéticos y matemáticos que hacen a la hora de evaluar la idiosincrasia del consumidor antioqueño. ¿Por qué?, pues porque aquí nos gustan los productos y servicios con una rareza: que sea mucho y que sea barato. Punto.

El mejor ejemplo que he encontrado para ilustrar esta tesis está en los restaurantes. Durante muchos años la comida típica fue la reina a la hora de salir a comer en Medellín: los fríjoles, el arroz, la carne y el pollo eran los dominadores en la oferta. Abundantes porciones y precio contenido eran el éxito. Subsistían algunos pocos restaurantes internacionales de esos de manteles, los chinos, que estaban antes de Colón, y los de cocina italiana porque esos pegan en todo el mundo.

Luego llegaron los mexicanos, las hamburguesas, las pizzas, los sánduches y hasta las arepas con la misma fórmula: ”bastantico y no muy caro, oiga”. El culmen de esto es la famosa cadena de restaurantes con nombre de dos productos francobelgas y que todos recordamos por un par de situaciones: porque hace unos años su propietaria “cometió” una canción en un arranque de paroxismo y frenesí tal vez porque se le fue la mano en paprika o confundió el cilantro con otra yerba, y porque la gente hace fila sin importar la fecha, la hora o el clima, como si fueran a recibir una pensión o a sacar el Rut.

Pero uno, que se la pasa mirando por ahí, se da cuenta de que todos los días abren y cierran restaurantes en Medellín especialmente por dos causas: venden poquito y caro. Y sí, estamos viviendo un periodo de internacionalización en todos los niveles, especialmente en lo gastronómico, pero tampoco es para que nos tengan que meter los dedos a la boca con algunas propuestas, en las que cualquier hijo de vecino va a estudiar a un garaje de París o a una universidad argentina de esas que promocionan en Los Simpsons, hace una pasantía de media hora en El Bulli, en Maxim´s o en cualquier chuzo que aparezca en la guía Michelin y viene aquí a llamarnos “montañeros” que porque no nos tragamos el cuento de las miniporciones que sirven a precio de mercado semanal para cuatro personas y en medio de un show al que llaman “experiencia”. Oigan a estos.

Y encima, es doloroso ver cómo se pierden cuantiosas inversiones en locales gigantes, como si fueran a vender comida rápida, cuando la lógica sugiere que primero empiece con pocas mesas si se cree tan exclusivo o que por lo menos tenga parquedero, porque esa es otra, les da por abrir donde no cabe sino la bicicleta turquesa con canastica de la entrada y el tablero escrito en tiza. Ni una celda de parqueo. Así es muy difícil, muchachos.

No pretendan hacerse millonarios en dos meses a costa de tener precios inflados con porciones que no las trae ni un menú infantil, no reinventen la cocina típica con minichorizos y patacones microscópicos, chicharrones de minipig y platanos de murrapo, no.

La comida del mundo es deliciosa, nuestra comida típica es buena pero no es la mejor tampoco. Aprovechen eso, péguense del boom gastronómico internacional pero no libren el restaurante engañando al cliente, de verdad, que eso se devuelve, uno va una vez, le pegan el susto con la cuenta y no vuelve.

Los paisas sí hacemos fila y sí gastamos, pero siempre nos fijamos en el precio. Ahí está Tulio y su concurso Master para atestiguarlo, o cuando hay 2X1 en las cadenas de comida rápida. Y también somos noveleros y llenamos los locales de multinacionales de donas, de café o de panaderías, pero apenas nos ven allá y nos hacemos la selfi respectiva, ya “chuleamos” el tema.

No más humo, no más inventos caros. No más ir a comer para tener que rematar en un carro de perros porque la carne era en spray con esencia de ensalada. A robar al Ley, mis amores.

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