Diez grandes películas para cinéfilos escondidas en Netflix.
Buceamos en las plataformas en busca de joyas cinematográficas. En una primera incursión se encuentran títulos de directores sagrados como Vittorio de Sica o Jean-Luc Godard.
Detrás de la imagen de cada plataforma, la que seguramente la propia empresa quiere dar sobre sí misma y sobre sus productos, se esconden sorpresas que, en principio, no acaban de encajar con lo que el público piensa de aquellas y con el resto de su programación. Y no pocas de esas anomalías deberían ser objeto de festejo, pese al nulo interés de la compañía misma por publicitarlas. Eso sí, habrá celebración si usted, como suscriptor, logra encontrarlas, algo en todo caso nada fácil.
Por eso nos hemos propuesto rebuscar entre la oferta cinematográfica de las plataformas de pago, con la intención de sacar a la luz esas joyas desconocidas para el gran público, e incluso poco frecuentes u olvidadas entre la cinefilia. Grandes títulos que nunca imaginó ver por esos canales. Empezamos por Netflix.
– Dos galeses en Londres (1949), de Charles Frend.
La productora británica Ealing ha pasado a la historia del cine gracias a las 17 prodigiosas comedias realizadas entre 1947 y 1955, con El quinteto de la muerte como título más conocido, y Ocho sentencias de muerte y Pasaporte para Pimlico como obras maestras. Dos galeses en Londres (Run for the money, en original), una de las menos conocidas, hace suya el plan narrativo de Michael Balcon, productor e ideólogo, para componer cada una de ellas: “Cogíamos a un individuo o a una comunidad, y les dejábamos estrellarse contra un problema aparentemente irresoluble”. En este caso, el premio concedido por un periódico londinense a dos mineros galeses, por ser la pareja que más carbón había picado en cualquier mina del Reino Unido a lo largo del año, y consistente en 200 libras y dos entradas para el legendario Inglaterra-Gales de rugby en Twickenham. El obstáculo, sin embargo, es que los dos incautos pueblerinos son incapaces de conservar ambos galardones entre la jungla de aprovechados de la gran ciudad. Pubs, pintas, borracheras y risas, con continuos ecos del himno galés, En tierra de mis padres, en su banda sonora. Una delicia.
– Las buenas chicas (1960), de Claude Chabrol.
Tras dejar a un lado la crítica cinematográfica, el francés Claude Chabrol concibió tres películas de enorme emoción alrededor de los abismos de la juventud: El bello Sergio, Los primos y Las buenas chicas, centrada esta en cuatro jóvenes dependientas de una tienda de electrodomésticos, a merced de una sociedad obscena y machista, que bien podría ser la versión negra de ciertos coloristas melodramas del Hollywood de la época. Con una puesta en escena y un montaje integradores, envolventes y casi de pesadilla, y una fastuosa profundidad de campo que le permite encuadrar en un solo plano las muy diferentes actitudes de sus protagonistas ante los envites sentimentales, Chabrol articula una obra mayúscula que, pese a su cotidianidad, se presenta de un modo más simbólico y abstracto que realista. Vista hoy, reluce además la prefiguración de una de las principales consignas feministas contemporáneas. Clotilde Joano, espetándole a un pesado: “¡No es no!”.
– El especulador (1963), de Vittorio de Sica.
Firma cheques en blanco, ofrece negocios de ganga a sus amigos —previo adelanto de una cantidad de dinero—, y suele estar al tanto de cualquier chanchullo inmobiliario. Es el sempiterno caradura mediterráneo, simpático, de imagen impoluta y hasta el cuello de deudas. Y es Alberto Sordi, uno de los actores más carismáticos del cine italiano, capaz de caer bien hasta con los personajes más odiosos, como es el caso de este patético sinvergüenza. Con guion del maestro Cesare Zavattini, El especulador es la clásica comedia all’italiana, con una particularidad: la milimétrica puesta en escena de De Sica, que directamente explota en el momento cumbre, cuando una opulenta mujer le ofrece la mejor oferta para solucionar sus desgracias económicas. En ese insólito instante, el director es capaz de detener el tiempo con un sostenido plano sobre el rostro de Sordi, que no puede sino provocar una gran carcajada de perplejidad, convirtiendo además el resto del relato en una comedia kafkiana.
– Champagne (1928), de Alfred Hitchcock.
Noveno largometraje de Hitchcock, ya en la parte final de su etapa muda, Champagne se abre y se cierra con dos espectaculares planos desde la perspectiva de una copa rellena de la bebida del título, en los que las burbujas y la nebulosa alcohólica dejan entrever, de un modo harto simbólico, la frivolidad de las vidas que se narran entre ambos segmentos. En El cine según Hitchcock, de François Truffaut, el genio británico se martiriza diciendo que esta película es “probablemente lo más bajo” de su producción. Pero el director francés en el libro y nosotros aquí le llevamos la contraria. La historia de una rica heredera, caprichosa y juerguista, a la que su padre ofrece una lección con el fin de que se gane la vida trabajando, está llena de preciosos detalles formales, como el alucinante travelling desde la lejanía de un salón de baile hasta el rostro de uno de los personajes, antecedente del famoso y aún más elaborado movimiento hasta el criminal del tic en el ojo de Inocencia y juventud (1937).
– Amor en la ciudad (1953), de Antonioni, Fellini, Lattuada, Lizzani, Maselli, Risi.
En las décadas de los cincuenta y de los sesenta no fueron pocas las películas colectivas abordadas por los grandes directores italianos del momento. Amor en la ciudad es, sin duda, la más bonita y la más triste. Quizá también la más arriesgada. Seis piezas cortas, casi todas ellas en torno al documental, sobre lo que significaba amar en Roma. De fondo, el sexo y, sobre todo, el machismo. Carlo Lizzani compone una crónica sobre la prostitución, trufada de desoladoras entrevistas, con un bellísimo plano final. Michelangelo Antonioni sube la apuesta por la desgracia con un retrato de los suicidas (frustrados) por amor, cargado de poesía visual. Dino Risi se adentra en los salones de baile para mostrar el valor de sentirse unido, de poder apretar los cuerpos, de unir las mejillas como remedio contra la soledad. Federico Fellini se aventura con el estrambote de las agencias matrimoniales y por la desesperación personal. Francesco Maselli reelabora en forma de docudrama el caso real de una madre soltera sin posibles, que tras abandonar a su hijo fue juzgada por ello. Y Alberto Lattuada filma la cotidianidad de la bella mujer italiana paseando por la calle, a merced de las miradas lascivas de los hombres.
– Amargo silencio (1960), de Guy Green.
Una de las películas más reveladoras acerca de los conflictos laborales en el entorno industrial. Coescrita por Bryan Forbes, que posteriormente dirigiría las excelentes Plan siniestro y Las esposas de Stepford, y coproducida y protagonizada por Richard Attenborough, Amargo silencio se acerca a la dicotomía entre los huelguistas y los esquiroles desde una perspectiva alejada del maniqueísmo. Introduce la complejidad de la manipulación desde arriba, e incluso de la infiltración, y dispone con criterio variados dilemas que no dejan de estar vigentes: la confrontación entre “los que pueden permitirse una huelga” y los que temen por su familia; el conflicto entre la dignidad y el orgullo que desemboca en terquedad; la fina línea que separa el convencimiento de la represalia y de la violencia, y la implicación de los medios de comunicación. Dirigida con gran expresividad por Guy Green, con ambiente del free cinema, la película podría resumirse en una frase del guion que nos coloca, como espectadores, en la encrucijada del protagonista: “¿De qué sirve jugarse el cuello siempre?”.
– Los carabineros (1963), de Jean-Luc Godard.
Alegoría antibelicista, crítica de la épica de la batalla, del sacrificio y hasta de cierta poesía de la tragedia bélica, Los carabineros es puro Godard. Las acciones de un grupo de jóvenes, sin afán realista alguno, se entrecruzan con imágenes documentales de muerte y destrucción, acrecentando así el carácter absurdo de las contiendas. Los habituales textos sobrescritos en la pantalla del cine del autor franco-suizo, con consignas, diatribas y una rara poesía, completan un ejercicio fílmico que en todo momento tiene autoconciencia de representación, y así debe ser vista por el receptor, a base de interpretaciones recitativas y abundante metalenguaje. “En la guerra se puede hacer de todo”, les prometen a unos pobres diablos al principio de la película. Y ellos, vulgares seres humanos, como tantos otros a lo largo de la historia de la humanidad, son capaces de las más cruentas abyecciones, ejercitadas como el que simplemente está practicando un juego de niños llamado guerra. La película más transgresora de la selección.
– The Small Back Room (1949), de Michael Powell y Emeric Pressburger.
Las guerras se libran en el campo de batalla, pero pueden empezar a ganarse en oscuros cuartos trasteros como los del título; allí donde un puñado de científicos intenta desentrañar los secretos de unas extrañas bombas nazis de explosión retardada, con forma de termo para el café, que están destrozando los cuerpos de los que las manipulan tras su caída, sobre todo los niños. Los maravillosos arqueros Powell y Pressburger, como siempre, pergeñan una película de aparente ambiente bélico en la que la complejidad de los personajes es aún más apasionante que sus insólitos argumentos. En este caso, el de uno de esos trabajadores del trastero, al que ni los calmantes ni el alcohol alivian el sufrimiento de los dolores en una pierna maltrecha, aunque al menos el whisky logra que no le importe si le duele o no. Realizada inmediatamente después de tres de sus obras maestras, A vida o muerte, Narciso negro y Las zapatillas rojas, aparece en Netflix con el título de su estreno en Estados Unidos: Hour of glory.
– Nana (1926), de Jean Renoir.
Una novela de Émile Zola de 500 páginas sobre la perdición y la humillación del hombre. Una película muda de Renoir de dos horas y 45 minutos sobre la mujer devoradora (“la mosca que todo lo envenena”, en palabras del escritor), con una mantis religiosa que comienza como prostituta y acaba como lujosa amante de varios incautos adinerados. El director francés sigue la perversa y magistral estela de Erich von Stroheim, el gran cineasta de la depravación sentimental y sexual, en obras como Corazón olvidado y Esposas frívolas (“me dejó estupefacto; la vi al menos diez veces”, dijo el francés sobre esta), y le aplica virtuosismo en una puesta en escena presidida por los lujosos travellings. Catherine Hessling, que había posado como modelo para el pintor impresionista Pierre-August Renoir y luego se casó con su hijo cineasta, actriz de mirada líquida y ojos hechizantes, domina una película que, sin embargo, fue un gran fracaso en su tiempo.
– Mafioso (1962), de Alberto Lattuada.
Probablemente, la mejor comedia sobre la mafia de siempre. Concha de Oro en el festival de San Sebastián, Mafioso parte de un guion escrito por Marco Ferreri y nuestro Rafael Azcona (Raphael Atzcona, en los créditos), pensado para el protagonismo de Nino Manfredi y la dirección del propio Ferreri. Sin embargo, la película acabó en manos de Lattuada, con Alberto Sordi de intérprete, y una última versión del guion elaborada por Age & Scarpelli, fabulosos escritores de las comedias de Totò. Pese a los cambios en la preproducción, la historia es fantástica: la delirante pesadilla de un honrado siciliano que vuelve de vacaciones a su atrasado pueblo con su mujer y sus hijas, tras muchos años instalado en la moderna Milán. Allí, en un lugar dominado por la mafia, sus amigos han emigrado, han muerto, están en la cárcel o son unos proscritos, y el encargo desde Milán de entregar un paquete al capo Don Vincenzo abre la caja de los truenos de su antigua labor como picciotto (joven ayudante de la famiglia). Estudio antropológico, comedia satírica y thriller sobre la Cosa Nostra, todo en uno.
Publicación: EL PAÍS